
This short story titled Mary and the Imagination talks about the writer's block and the sadness, numbness and borderline depression that *that* can cause.
It continues with how, in Mary's case, letting her imagination rest and waiting for an idea without worrying too much about the end result was the solution to her writer's block and this emptiness inside her.
María y la imaginación
La imaginación es un pozo sin fondo, eso era lo que María había escuchado una y otra vez, un recurso inagotable. Ella misma lo había creído durante años, cuando los mundos en su cabeza afloraban como un torrente sin control y cada personaje e historia eran únicos.
Recordaba que de pequeña jugaba a desenterrar tesoros piratas, a saltar sobre ríos de lava y a pelear contra orcos y otros seres fantásticos. En el coche, cuando se iban de viaje, imaginaba a un corredor en los cables de alta tensión, saltando obstáculos uno tras otro, para no aburrirse.
Siendo algo más mayor, María había empezado a escribir. Sus primeras historias habían sido creadas sobre universos ya existentes, sobre el trabajo que sus autores y personajes favoritos habían hecho. Tenía tantas ideas que incluso las anotaba en un papel para no olvidarse de ellas más tarde, cuando tuviera tiempo de escribirlas.
Aquella había sido su época más prolífica, pensaba ahora con el boli cargado de tinta y la página completamente en blanco. María había crecido como escritora con aquellas historias de juguete y por fin había decidido lanzarse al vacío que era escribir su propia historia.
La página no estaba en blanco por falta de ideas. No al principio, al menos. Como antes, tenía tantas que las anotaba en un cuaderno para poder explorarlas después. María construía mundos en su cabeza con una rapidez pasmosa y una voracidad digna de elogio.
Todo estaba listo, la historia podía comenzar. María sujetó el boli entre los dedos, puso el papel en blanco en la mesa y comenzó a escribir. Tan entusiasmada estaba que apenas podía terminar una frase antes de empezar la siguiente.
¡Ay! ¿Qué era eso? Lo que había escrito era horrible, la mayor aberración en el mundo de la escritura. Comenzaría de nuevo, con una hoja nueva. Y otra y otra y otra hoja más. De acuerdo, se dijo María, los inicios nunca han sido mi punto fuerte. Supongamos que esto está bien y continuemos la historia; luego lo revisaré todo.
María siguió escribiendo. Encontró más frases que no le gustaban, escenas y capítulos enteros que desechó con creciente frustración. Y después de una lucha ardua con el papel, llegó al punto de no querer seguir la historia.
Los personajes eran sosos, sin personalidad; el argumento carecía de importancia y era tan aburrido como los personajes; no había nada en juego, no pasaba nada si fallaban. ¿Qué había pasado?
Lo intentó durante unos meses más, pero sus ideas eran cada vez peores, más sosas, más insípidas y sin gracia. Aún así, cada tarde María se sentaba diligentemente delante de la hoja en blanco y trataba de sacar las ideas de su cabeza.
Hasta que decidió que ya no merecía la pena. Sentarse delante del papel era un suplicio. El boli le ardía en la mano sudorosa y el corazón le palpitaba en el pecho, como si fuera a salirse de su cuerpo.
Harta, María recogió las hojas y el boli y pasó página. Era momento de empezar la universidad, centrarse en los estudios y luego buscar trabajo. Ya no tenía tiempo para agobiarse delante de un papel.
Después del primer semestre de universidad, María olvidó los meses que había pasado intentando pulir su historia y sus personajes. Solo se acordaba con palpitaciones y sudores fríos cuando miraba la mesa en la que tanto rato había pasado.
La vida siguió su curso: María terminó sus estudios y empezó a trabajar. Se independizó, salió de casa de sus padres y la escritura se esfumó de su mente, como si nunca hubiera sucedido.
Después de los reglamentarios primeros meses de emoción por todo lo nuevo, María se encontró asentada en su particular rutina: trabajo, comida, trabajo de nuevo, tiempo libre, cena, cama. No se quejaba porque era exactamente lo que había andado buscando, pero el trabajo era tedioso y repetitivo.
No debería haber sido ninguna sorpresa cuando su mente, en el bus de camino al trabajo, le lanzó una tentativa idea para una historia. Hacía tiempo que eso no le pasaba, rumió mientras miraba a los viandantes pasar el paso de peatones.
La idea resistió los embates del día de trabajo. Si María tuviera que ponerle forma en su mente, aquella idea sería como una semilla que crece rápido, rápido, rápido. Cuando llegó a casa, la idea seguía en su mente, machacándole para que la dejara salir.
¿Qué tan malo podía ser escribirla?, se preguntó mientras sacaba su portátil y abría un editor de texto. Pensaba que las manos le temblarían, que empezaría a tener sudores fríos al ver la página en blanco… Y como si el universo le hubiera escuchado, de repente le temblaron las manos y empezó a sudar.
María cerró la página tan rápido como la había abierto. Murmuró un taco y fue a beber un poco de agua para recomponerse. Antes de poder volver a sentarse, le llamaron y la idea quedó olvidada.
No por mucho tiempo. Al día siguiente en el bus, viendo pasar a los peatones por el paso de cebra otra vez, le asaltó la misma idea. María recordó las sensaciones del día anterior y desechó el pensamiento.
Pero la idea no se dio por vencida tan fácilmente. En el bus de vuelta a casa volvió a bombardearle. Y luego apareció de nuevo cuando se fue a dormir. Y cuando al día siguiente salió a hacer ejercicio. Y mientras esperaba a su amiga Laura para ir al cine.
¿Por qué no me dejas en paz?, se quejaba María amargamente cuando le surgían las ganas de escribir otra vez. No quería volver a darse mal por algo tan tonto como una afición - ¡las aficiones eran para divertirse, no para resentirse a fin de cuentas!
La idea seguía allí. Ya podía esperar María sentada; la idea no iba a irse. Era parte de María, solo un producto de su mente, ¿cómo podía irse, sino era a través de la propia María?
Le costó un mes darse por vencida. Abrió el editor de texto varias veces, llegó a estar sentada frente a la pantalla por cinco minutos antes de irse corriendo y finalmente, María decidió llegar a un acuerdo consigo misma.
Iba a escribir la historia. No por crear un bestseller o publicar siquiera un libro, no. Lo iba a hacer para desahogarse, para quitarse esa idea de la cabeza, para contar esa historia que tanto deseaba salir a la luz.
María se sentó de nuevo frente al portátil, abrió el editor de texto y miró la hoja en blanco. Se le secó la boca y recordó todos los tachones, los papeles arrugados que había acabado tirando a la papelera.
Sacudió la cabeza como un perro se sacude el agua tras un chapuzón y se dijo en voz alta, Esta vez será distinto. Escribió la primera frase. Se contuvo de releerla y fue a la siguiente. Los dedos le pesaban y se movían lentos, tan distinto que cuando trabajaba.
Pero ver las primeras frases - aunque no fueran muy buenas - le dio algo de confianza. De repente las ideas ya no bailaban sobre agua cenagosa; ahora se movían en aguas cristalinas, sin ninguna impureza.
Después de los primeros párrafos las manos ya no estaban frías, los dedos empezaban a moverse más ágilmente por el teclado, como si recordaran las clases de mecanografía que dio en el instituto.
El sol se puso entre los edificios a los que daba la ventana del salón. Las letras bailaban frente a los ojos ávidos de María; sus dedos se teletransportaban de una tecla a la siguiente, formando palabras, frases, párrafos… Y un capítulo.
María puso el punto y final de lo que podría ser su primer capítulo y luego se reclinó en la silla, mirando su obra. Se movió entre las páginas, arriba y abajo, y luego abajo y arriba, y de repente se dio cuenta de que se había divertido.
El corazón le latía a cien por hora, pero no era angustia lo que sentía. Tampoco era alegría, no exactamente. Era la misma sensación que se tiene cuando montas en bici después de años y te das cuenta de que sigues sabiendo montar - el sabor del éxito y la realización de que lo echabas de menos.
Lo había echado de menos. Escribir, dejar que sus ideas fluyeran (incluso si no eran buenas), que sus pensamientos tomaran forma poco a poco. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin escribir?
La imaginación es un pozo sin fondo, eso era lo que María había escuchado una y otra vez, un recurso inagotable. Quien dijera eso no podía estar más equivocado a ojos de María. La imaginación es infinita, sí, pero tienes que dejar que descanse, nutrirla de ideas y conceptos nuevos y no forzarla si no quieres que se rompa.
La primera vez que la vio le produjo rechazo o quizás peor que eso, un asco horroroso. Estuvo a punto de atacar pero el mero pensamiento de la suela de su zapatilla tocando al bicho le daba grima. Pensó entonces en lo siguiente que una adolescente puede pensar: que venga otro y la mate.
Ah, pero eso no era posible. Era la primera vez que Alejandra salía de casa para no volver en unas semanas o meses - o quizás años, si es que la suerte la acompañaba allí donde se encontraba.
Estaba sola por primera vez en su vida y no era una soledad fácilmente salvable. Sabía que solo debía llamar por teléfono y sus padres estarían allí, a kilómetros de distancia pero tan cerca de ella a su vez, como siempre habían estado por otro lado.
Pero no podía recurrir a ellos. No conocía a nadie en aquella tierra lejana - o no tan lejana, apenas había una hora de vuelo entre Zaragoza y París - y no quería que la primera persona que conociera fuera de una forma tan patética como un grito de ayuda para matar a una araña en su habitación de la residencia de estudiantes.
Así que Alejandra se quedó allí paralizada, inmóvil aunque no le atenazaba el terror o el pánico; ni siquiera el asco hacia ese pequeño insecto que poca cosa podía hacerle. Las dudas y la indecisión la asaltaron: ¿y qué hago ahora?
No era difícil ver sus opciones. No era una decisión complicada pero a su vez sí que lo era. ¿La mataba? No se atrevía, le daba asco y como fallara y la araña se moviera entonces sí que iba a gritar como si hubiera visto al demonio. Entonces, ¿la dejaba estar?
Todo el mundo sabe lo que sucede cuando le quitas el ojo de encima a una araña y Alejandra también lo sabía: la araña misteriosamente desaparece y de repente, te quedas con la sensación de angustia permanente sabiendo que la araña está en la misma habitación que tú, sabiendo que podría pasear por tu cara esa misma noche mientras duermes.
Alejandra inspiró con fuerza y sin quitarle la mirada de encima al insecto, empezó a pensar qué había en su habitación. Era pequeña, no cabían muchas cosas y acababa de dejar las maletas en el suelo. Apenas había un armario pequeño, una cama y un escritorio con su silla. Nada de lo que veía en la periferia de sus ojos le iba a ayudar a matar a la araña.
Fue entonces cuando, resignada a un destino compartido con aquella odiosa inquilina, la araña se movió. Estaba colgando del marco de la ventana abierta - una ventana que Alejandra no sabía cómo iba a cerrar mientras el bicho estuviera ahí - cuando la araña se bamboleó.
Alejandra tragó saliva, dio un paso atrás y siguió mirando. El bamboleo suave había venido de un mosquito travieso chocando contra la tela de aquella araña. Su cuerpo gordo y sus patas gruesas se movieron y la araña se acercó al mosquito y comenzó a envolverlo con su tela con parsimonia, como si Alejandra no estuviera allí horrorizada. Y entonces cayó en la cuenta: la telaraña estaba fuera de la ventana, ¡podía cerrar la ventana sin problema! Y lo que era mejor, la araña acababa de salvarle de un mosquito. Quizás aquella inquilina no era tan mala como había pensado.
—De acuerdo, tú y yo vamos a llevarnos bien, ¿me oyes? Su voz salió temblorosa porque, pese a los puntos positivos, los negativos seguían estando ahí y la verdad era que Alejandra odiaba los insectos. Se acercó con lentitud a la ventana mientras la araña seguía envolviendo al mosquito, ajena a su presencia. Alzó un brazo, cogió la hoja de la ventana y con un movimiento rápido y contundente, cerró la ventana dejando al bicho y su presa fuera.
—Solo es una estúpida araña, Alejandra, no pasa nada. Todo va a salir bien, todo va a salir bien, ya lo verás. Piensa en positivo y las cosas buenas vendrán a ti, eso es. Aquello se lo solía decir su madre. Sin peligro inminente y con un cuarto por recoger y ordenar Alejandra se permitió un solo pensamiento para su familia. Sabía que si seguía pensando en ellos durante unos pocos minutos más terminaría arrepintiéndose de haber venido hasta París, de intentar cumplir un sueño que la llevaba lejos de su familia y todo cuanto conocía.
Todavía quedaban unos últimos días de verano antes de que las clases dieran comienzo y el sueño - o la pesadilla, ya no lo tenía tan claro - de Alejandra comenzara. No iba a ser fácil, se lo habían advertido todos cuando había sido aceptada en la universidad de París, pero eso no le quitaba el sueño.
Lo que de verdad le desvelaba por las noches era la soledad y la falta de alguien con quien hablar. Quería llamar a sus padres pero a la vez sabía que no podría llamarlos sin echarse a llorar. Los echaba de menos y no quería preocuparlos.
Aquella mañana había conseguido sacar una tarjeta de autobús haciendo señas y hablando una mezcla de español, inglés y francés; algo que en Zaragoza le habría costado cinco minutos se había alargado a una tortuosa experiencia de media hora.
Por la tarde había bajado al salón que compartían en la residencia y habían puesto una película - una comedia se atrevería a adivinar Alejandra, aunque solo fuera por las risas de los compañeros franceses. No había conseguido hablar con nadie aunque sus ojos se habían abierto a un mundo nuevo y lleno de posibilidades, pero a la vez un mundo tan grande que la aterrorizaba.
Había varios franceses en la residencia pero la mayoría eran extranjeros. Se atrevería a decir que un grupo de chicas eran indias (les había entendido alguna palabra en inglés aunque tenían un acento muy extraño y cerrado), dos británicos y tres australianas que se habían enzarzado en una discusión sobre un tema que Alejandra no había llegado a entender y luego…
Luego estaban los europeos. Al menos uno era italiano y los demás tenían acentos muy raros y le sonaban todos a algo que quizás pudiera ser alemán pero entre ellos no se entendían. ¿Por qué demonios no había un solo español en esa amalgama de culturas y lenguas?
—Menuda mierda de día. —dijo al final Alejandra en un suspiro. Miró el vacío en su cuarto y solo sintió ganas de llorar. —Al menos en tres días empezaré el curso. Quizás haya algún otro español descarriado en la clase… Algo se movió y Alejandra frunció el ceño y miró alrededor alerta. No olvidaba la araña que había fuera de su cuarto pero tan cerca. Sabía que era una tontería pero a veces pensaba que quizás podía abrir la ventana y rondar por su dormitorio a placer.
Pero no, no era ninguna paranoia suya: la araña había atrapado un nuevo mosquito. Alejandra se acercó a mirar ya fuera por curiosidad o por puro morbo. Acercó su cara al cristal y de repente tapó la luz del flexo, dejando a la pobre araña en la oscuridad.
Se apartó y comenzó a pensar. No era coincidencia que la araña hubiera hecho su telaraña en esa esquina particular de su ventana, no: la luz del flexo atraía a los mosquitos y así ella los cazaba con una facilidad irrisoria. Casi tuvo ganas de reír de lo ridículamente sencillo que era.
—No sabía yo que eras tan astuta, pequeñina. —le dijo mientras se sentaba en la mesa procurando no taparle la luz del flexo. —Mira, te propongo un trato: tú te comes a los mosquitos y yo no te… En fin, ya sabes a qué me refiero. Se llama simbiosis.
Le pareció que la araña le asentía, quizás con un parpadeo muy lento de sus ocho ojos o quizás con un pequeño movimiento de su no tan diminuto cuerpo. Alejandra sonrió un momento antes de recordar su disgusto por los insectos - y sin embargo allí estaba, haciéndose amiga de una araña. Quizás mientras ella no le hiciera daño todo iría bien y podrían seguir siendo… ¿Amigas? Sí, amigas. Eso sonaba bien.
Los primeros días de clase fueron duros, para qué mentir. Los acentos de los profesores hacían que todo fuera más complicado de entender; los otros alumnos hablaban muy rápido y apenas había un par de extranjeros más en su clase - por sus caras, igual de perdidos que Alejandra.
Cada noche hablaba con su araña particular, su primera amiga en París, a la que había bautizado como Des. Era la abreviación de Déssirée, un nombre francés que le había gustado cuando habían pasado lista el primer día de clase.
Los amigos humanos habían tardado en llegar. Primero había encontrado a un muchacho perdido que buscaba el camino a la biblioteca (luego se había enterado de que era ucraniano) y le había ayudado. Él le había invitado después a un bar donde había quedado con otros compañeros de clase - por suerte no todos eran ucranianos porque Alejandra no tenía ni idea de ucraniano y se habría sentido todavía más fuera de lugar.
De ahí había conocido a un grupo de chicas italianas que no dejaban de hacerles ojitos a los tres ucranianos. Alejandra había entrado a la acción, había respirado hondo y había hablado con ellas; luego las había acercado a los ucranianos y el resto era una historia que seguía contándose a día de hoy.
Pero gracias a ese solo gesto, esas tres chicas la habían acogido en su grupo, y si bien ellas no eran lo que Alejandra llamaría grandes amigas - no tenían mucho en común si tenía que ser sincera, salvo estar lejos de casa - ellas le habían acercado a otros grupos de gente y de ahí en adelante, su vida social había empezado a cambiar.
París le había cambiado la vida, eso era un hecho. De su reducido grupo de amigos en Zaragoza había dado el salto a un entorno multicultural en el extranjero, había madurado, había reído y llorado y sobre todo, había entendido y compartido experiencias irrepetibles con gente que nunca dejaría de ser su amiga.
Cada cual tenía su propio grupo de amigos, sí - los ucranianos iban en grupo casi siempre, las italianas eran como hermanas y las búlgaras se protegían entre sí como el hermano mayor con el que siempre discutes pero que te protege de los que quieren hacerte daño.
Cada cual era un mundo completamente distinto, un mundo en constante cambio, ni muy rápido ni muy lento, pero siempre moviéndose y fluctuando. Había quienes estaban dañados por un amor no correspondido, los que venían en busca de un futuro mejor que en su tierra madre y un millar más de razones para acudir a París (o a cualquier otro lado).
Pero con todos ellos había aprendido algo: qué era lo que no le gustaba, lo que incomodaba a uno o a otro, lo que cada uno buscaba en la vida, sus esperanzas, sueños y miedos. No tenía una relación tan cercana con todos los que había conocido pero cada experiencia la había atesorado para revivirla luego junto a la que - quizás - podía llamar su mejor amiga en París: la araña Des.
Ella la escuchaba mientras atrapaba mosquitos y otros insectos o tan solo colgaba de su telaraña, siempre pacífica y tranquila. Nunca juzgaba, nunca peleaba, tan solo escuchaba. No opinaba (¿cómo iba a opinar una araña?) pero eso también estaba bien: solo necesitaba desahogarse, contarle sus penas y sus alegrías a alguien fuera de su círculo de amistades, analizar todo lo que había sucedido y encontrar soluciones a sus problemas.
Y llegó el día en que Des ya no hizo falta en su vida. Llegó el día - allá por mayo, cuando ya no quedaba casi tiempo para el final del curso - en que Alejandra encontró soluciones a sus problemas, comenzó a cambiar a pasos agigantados, dejó de ser tímida y comenzó a sonreír en vez de enfadarse cuando los demás le criticaban con razón, intentando ayudarla.
Porque llegó el día en que Alejandra comprendió finalmente, casi sin darse cuenta del avance enorme en su madurez, que sus amigos solo querían ayudarla. Que quizás ponerse a la defensiva en cuanto nombraban algún tema que no le gustaba no era la solución, que quizás antes que pedir perdón tenía que evitar que hiciera falta pedir ese perdón.
Pero aunque Des dejó de cumplir su función como consejera de Alejandra, cada noche ella se sentaba en el escritorio un ratito y le hablaba. Ya no buscaba soluciones, ya no había un propósito tras esa charla banal salvo el de dos amigas - pues Alejandra ya consideraba a Des su amiga - hablando. Y cuando había más de tres insectos en la telaraña de Des, Alejandra la felicitaba por sus dotes de cazadora y, curiosamente, sentía orgullo de ver lo capaz que era esa pequeña araña, tan insignificante para otros pero tan querida para Alejandra.
El día llegó. Los exámenes terminaron, el verano volvió y el momento de abandonar París se acercó de forma inminente. Las italianas y los ucranianos - que ahora formaban bonitas parejas - fueron los primeros en irse: ellos visitarían Italia primero y luego ellas irían a Ucrania a ver la tierra natal de cada uno e incluso visitar a sus familias.
Los españoles que había conocido también comenzaron a marcharse, así como las búlgaras, los franceses que no eran de París y todos los demás. La residencia cerraría sus puertas una semana más tarde y todo habría acabado.
No todo, pensó Alejandra. Quedarían no solo las memorias y las experiencias, sino también los amigos: habían hecho una promesa de juntarse para navidad en Zaragoza, donde ninguno había estado - y ya bromeaban sobre hacer una porra para ver en qué lugar quedaban al año siguiente.
Quizás esos amigos de Erasmus estuvieran más lejos después de esas últimas semanas agónicas, pero siempre los llevaría cerca del corazón, Alejandra lo sabía muy bien porque aquello era algo que no olvidaría jamás.
Y en un huequecito muy pequeño muy cerca del centro de su corazón, de apenas el tamaño de una araña, llevaría a Des para siempre consigo. Pero su caso era distinto: ella se quedaría en París, en su telaraña comiendo insectos bajo el marco de la ventana. Ya no habría más charlas por la noche, más orgullo de ver lo buena cazadora que era su araña ni muchas otras cosas más.
Alejandra miró la habitación, tan recogida y ordenada que como cuando había acudido a la residencia hacía menos de un año y suspiró mirando la telaraña y a su habitante. Habían sido unos meses fantásticos pero no olvidaba sus inicios: había intentado echar a Des, matarla guiada por el asco y la incomprensión; quizás otros no tuvieran tantas dudas, tanta indecisión… Tenía que hacer algo por ella.
Y cuando salió de su cuarto que ya no era suyo, pegado en la pared al lado de la telaraña de Des dejó un papel escrito en inglés y esperó que nadie lo quitara hasta que el nuevo inquilino llegara a habitar ese dormitorio.
Esta es Des, mi araña. Por favor, no le hagas daño ni la molestes. Es inofensiva y te ayudará con el problema de los mosquitos.
Habla con ella si no tienes a nadie más; es muy buena oyente y una cazadora excelente.
Cuídate mucho Des,
Te quiere,
Alejandra
